El señor Eko, el pobre, no levanta cabeza. En esta temporada pasa de haber sufrido la implosión de la estación Cisne (y la previa explosión de dinamita en el búnker, 2.24) a ser atacado por un oso polar y arrastrado a su guarida (3.3), para –después de ser rescatado por Locke– acabar muriendo a manos del implacable monstruo de humo de la isla. Cruel destino para un hombre cuyas circunstancias habían forzado también a actuar de manera cruel.
Hemos visto a Eko matar a multitud de personas: primero al hombre que disparó cuando sólo era un muchacho, iniciando así su carrera delictiva; después (como ejemplo de la persona en la que se había convertido) a los dos narcotraficantes a los que degolló de un sólo golpe de cuchillo (2.10); aún tras la muerte de su hermano Yemi –que parecía haber tenido un cierto valor redentor para él (véase mi comentario al episodio 2.10 en http://misteriosysorpresas.blog.com/796267/#cmts)– mata a Emeka y a uno de sus hombres (al otro le corta un brazo) y, finalmente, a los dos ‘otros’ que murieron a sus manos en la isla (2.7). Es mucha la sangre que pesa sobre su conciencia (pero no, Emeka, la vida de la señora a la que tan fríamente disparaste a la puerta de la iglesia no cae sobre la conciencia de Eko, sino sobre la tuya).
Paradójicamente este hombre, que ha demostrado tener tanta facilidad para matar, conoce también muy bien el proceso del arrepentimiento y de la penitencia, e incluso el sacramento cristiano de la confesión. Vemos en este episodio cómo de jovencito se niega –correctamente– a considerar pecado el hurto de unas galletas para aliviar el hambre de su hermano, aunque una monja muy estricta se empeña en obligarle a confesar. Le vemos mucho más tarde, en pleno auge de su vida como criminal, acudir a su hermano cura pidiendo la confesión, a lo que éste se niega, ya que sabe muy bien que Eko no está arrepentido de sus muchos delitos (2.10). Poco tiempo después, ejerciendo falsamente de sacerdote, se dedica a confesar a los demás, parece ser que en la forma más tradicional (2.21), aunque no por ello ha renunciado a actividades inmorales como la falsificación de documentos y la usurpación de la identidad sacerdotal. En la isla, finalmente, tras la abrumadora experiencia de sobrevivir a un espeluznante accidente de avión (2.7) y con el apoyo moral del mensaje ultraterreno que le había enviado su hermano por medio de la joven Charlotte Malkin (2.21), parece elegir un camino nuevo: se arrepiente verdaderamente de haber dado muerte (aunque en legítima defensa) a sus dos atacantes, por lo que se autoimpone la penitencia de 40 días de silencio (2.7) y más tarde pide perdón al prisionero ‘Henry Gale’, como posible representante de los ‘otros’ (2.15); defiende también la vida de Sawyer, cuando Ana ya la daba por perdida, no por el interés del propio herido sino por él mismo (2.8), como necesitando compensar las muchas muertes producidas salvando el mayor número de vidas. Su rechazo a la violencia queda especialmente patente cuando, poco después, al pedirle Jack en el búnker que le lleve donde está Ana-Lucía, se niega rotundamente a que éste acuda con armas (2.8).
Pero, es tras el descubrimiento en la isla de la avioneta que durante años había albergado el cadáver de su hermano (2.10) cuando Eko sufre la mayor transformación. Su arrepentimiento se retrotrae entonces claramente a aquel tiempo pasado en que sus actividades ilegales costaron la vida a su querido Yemi: le vemos llorar desconsoladamente abrazando al pobre sacerdote muerto y le oímos pedirle perdón repetidas veces. Con su oración y su proclamación ante Charlie de que es un verdadero sacerdote, al tiempo que se cuelga la cruz al cuello, Eko parece haber encontrado finalmente una cierta paz con Dios.
Dos situaciones van a darnos más luz al respecto: Amina había desaprobado firmemente la acción de Eko frente a Emeka, mientras sustituía a su hermano en la iglesia de su pueblo, diciéndole que debía muchas vidas a Dios y una iglesia a Yemi. A Eko parecen haberle marcado estas palabras, puesto que ahora en la isla se dedica a salvar vidas (2.5-2.8) y a construir una iglesia (2.12-21). Pero, por otro lado, tenemos su propia interpretación sobre el perdón de Dios en la historia que cuenta a Michael mientras le ayuda a limpiar la sangre de Libby en el búnker (2.22): Dice que en Inglaterra un muchacho le confesó un día que había matado a su perro a golpes después de que éste hubiera mordido a su hermana pequeña en la mejilla, para protegerla (aunque probablemente, debido a la brutalidad de su acción, también dejándose llevar de una enorme ira). El chaval tenía miedo de ir al infierno, por lo que Eko intentó tranquilizarle diciendo que Dios comprendía la situación y le perdonaría si estaba arrepentido, pero el muchacho no sentía tanta necesidad del perdón de Dios como pánico a tener que enfrentarse en el más allá ante el castigo postmortal que podría infligirle un can enfurecido.
Eko parece encontrarse por fin en paz con Dios, al que convencido de su bondad y protección reza a menudo “el Señor es mi pastor, nada me falta”, y también –o precisamente por eso– ha demostrado no tener miedo a nada ni a nadie (2.10). Pero en esta isla, que ni Dios sabe dónde está (según ‘Henry Gale’ en 2.18), rige un juez que no es comprensivo ni misericordioso, sino que, semejante al perro infernal que el niño inglés imaginaba, está dispuesto, cual monstruoso cancerbero, a castigar del modo más implacable y cruel a quienes considera culpables, a quienes no dan la talla para ser considerados ‘buenos’. En una extraña conspiración psicológica, el monstruo isleño parece haberse confabulado con un falso Yemi para pedir a Eko su confesión y el arrepentimiento de las cosas malas que ha hecho en su vida. Eko, aunque deseoso de poder hablar de nuevo con su hermano, se niega a este requerimiento suyo, probablemente porque ya cree haber pagado suficientemente sus culpas (añadiendo a sus anteriores esfuerzos su reciente sacrificio en el búnker poniendo en grave peligro su vida para salvar la de todos, 2.24); pero también porque desea un cierto reconocimiento de lo difícil que ha sido para él sobrevivir, de que ante las excruciantes pruebas a las que ha sido sometido, de dificilísimo discernimiento moral, ha hecho lo que mejor ha podido.
Eko nunca estará dispuesto a aceptar que al disparar a aquella su primera víctima no estaba siendo él la verdadera y voluntaria víctima inocente, en sacrificio terrible por el amor de su hermano. Ha sido su enorme cariño por Yemi el que ha orientado las grandes decisiones de su vida, y en lo más profundo de su interior siente que aquello no pudo ser un pecado. ¿Es él un hombre malo? ¿Cómo puede serlo si aquella vez actuó por amor y tantas otras veces por sobrevivir en un entorno mafioso o por mantener su dignidad ante los que querían pisotearla? Nuestro amigo Eko ha hecho penitencia, ha pedido perdón y ha intentado compensar sus errores, pero aquél primer crimen nunca ha sido para él un error, al igual que nunca creyó que lo fuera el hurto de un par de galletas porque su hermano no sufriera más hambre, y al igual que todos podemos entender al niño que, por amor a su hermana, mató enfurecido a golpes al peligroso perro. Cada una de las muertes que infligió Eko a los matones y narcotraficantes de su pueblo ¿no podía considerarse obra de la furia vengadora del Eko adolescente que, a pesar de haberse convertido él en matón y narcotraficante a su vez, aún se rebelaba furioso frente a un sistema dispuesto a arrancarle la inocencia a niños como su hermano pequeño?
Eko está enfermo y cansado, le rondan visiones amenazantes de sus víctimas, y, quizás bajo el efecto de la fiebre, pero también por la implacable insistencia de la siempre acechante y falsa imagen de su hermano, se siente forzado a arrodillarse y confesar sus pecados. Los muertos parece que van a seguir siempre clamando a su conciencia, como una terrible pesadilla que nunca termina, y de pronto nuestro protagonista se rebela. No va a pedir perdón nunca más, se le dio una vida en condiciones muy difíciles e hizo con ella lo que pudo, por lo tanto, lo hecho hecho está. La respuesta del justiciero monstruo no se hace esperar, tras la inesperada y fría respuesta de Yemi, una ingente masa de inquietante humo negro se encarga de moler a golpes, contra los árboles y el suelo, al insolente nigeriano. Éste, como devoto cristiano, ha rezado su oración preferida encomendándose al Señor antes de ser sometido a semejante suplicio, y, aunque siendo un personaje de ficción es irrelevante plantearse si Dios va a acogerle amoroso en sus brazos, lo que sí nos indica el episodio es que Eko de alguna forma tras su muerte vuelve a unirse con su hermano, y no en la forma de dos personas destrozadas por sus respectivos desdichados destinos, sino recuperando la hermosa inocencia y el entrañable afecto que vivieron cuando niños y, que a pesar de los opuestos caminos que tomaron –tan dolorosamente enfrentados–, siempre estuvo vivo en ellos hasta límites heroicamente suprahumanos.
La historia de Eko es tan impresionante que deja en un plano muy secundario las preocupaciones y exploraciones de Locke y Sayid, los intentos de Desmond de encajar en este nuevo grupo, los enojosos dimes y diretes de Nikki y Paulo, y las breves peripecias de Charlie y Hurley durante este episodio. Sin embargo cada una de las apariciones de los misteriosos ‘otros’ habitantes de la isla no deja de suscitar un enorme interés, ya sea la breve aparición en una pantalla de un rostro desconocido con un parche en un ojo, o el enrevesadísimo enfrentamiento de Jack con el maestro manipulador que es Ben y con la intrigante Juliet.
Ben había forjado un intricado plan para inculcar a Jack que ‘quisiera’ operarle el tumor de su columna vertebral sin casi tener que pedírselo. Extraña manera de abordar la ayuda médica de un especialista cuando se padece una enfermedad terminal terriblemente agresiva. Su plan se ve, sin embargo, frustrado por culpa –¿voluntaria o involuntaria?– de Juliet, que dejó al alcance del doctor unas reveladoras radiografías. Jack descubre por sí mismo el resto del enigma (y eso que dice que no le van los misterios) y no duda en hurgar en la herida de su hasta entonces inescrutable carcelero. Como no es posible descifrar a Ben no parece factible adivinar si es mínimamente sincero su alegato de que Dios debe existir, puesto que le envió desde el cielo el especialista cirujano que justo necesitaba sólo un par de días después de conocer su diagnóstico. Si este hombre, como es de suponer, está asustado por la enfermedad que padece, le repulsa sobre todo tener que someterse al poder de un extraño, tener que perder el omnímodo control que le gusta ejercer sobre todos los que le rodean, aunque sólo sea unas horas, para yacer bajo el bisturí de alguien que no acepta su autoridad. Por esa razón probablemente ha ideado su enrevesado plan, tratando de dejar bien atados todos los cabos que le aseguren la paradoja de mantenerse en el poder aún mientras esté indefenso, demostrándonos hasta qué punto Ben Linus es incapaz de confiar en un semejante sin toda la estructura manipuladora a la que está acostumbrado. Jack no tenía por qué convertirse en su enemigo, Ben podría haber optado por acudir a él como cualquier paciente, confiando meramente en su buena voluntad y en su juramento hipocrático. Pero sea por la enmarañada psique de Ben, o por una hipotética situación de los ‘otros’ en la isla que haga necesaria semejante artimaña, el ex-prisionero del búnler, aún mortalmente enfermo, ha ideado todo tipo de engaños y sufrido todo tipo de penalidades, antes de confesar finalmente a su médico el mal que padece, y aún esto forzado por las circunstancias.
No es de extrañar que semejante comportamiento haya despertado susceptibilidades incluso entre algunas personas de su propio bando. Pero es Juliet la que, a pesar de que sus diferencias con Ben nos habían sido bastante claramente anunciadas, consigue sorprendernos de nuevo con un ejercicio impecable de comunicación cruzada, en el que hace llegar a su prisionero al mismo tiempo una sentida petición a favor de que salve la vida a su venerado líder y la totalmente contraria invitación a asesinarle impunemente mientras le opera. La perplejidad en que dicha escena sume a Jack es fácilmente comprensible.
Parémonos un momento a intentar entender lo que está viviendo nuestro sufrido doctor: él sabe operar tumores en la columna y se siente obligado a hacerlo para cualquier ser humano que lo necesite, pero he aquí que la persona afectada por el tumor le tiene preso sometiéndole a un extraño juego psicológico. Por otro lado la persona con la que más directamente trata en su celda, le dice al mismo tiempo que el enfermo es un gran hombre que merece vivir y que es un terrible mentiroso al que debe matar. Jack realmente es libre ante esta opción, nadie puede verdaderamente obligarle a operar. Aunque le den todo el material y pongan a Ben en la camilla ante él, el cirujano puede optar por operar buscando la salud del paciente, o sin que nadie se entere, hacer algo que le mate, sobre todo si la única persona aparte de él que tiene formación médica en la pequeña isla en la que se encuentran aboga convencida por esta solución alternativa. La disyuntiva que se le presenta es radical: salvar o matar al líder de los “otros”, considerando que por una parte es un médico muy comprometido con su profesión y por otra es prisionero de esta gente y responsable de todo un grupo de personas amenazadas por la animadversión de estos extraños vecinos. Este dilema de Jack junto con el escalofriante aviso del moribundo Eko (“vosotros sois los siguientes”) dejan en ascuas al espectador a la espera del siguiente capítulo de “Perdidos”.
Pistas para adentrarnos en los entresijos de estos temas:
- Las circunstancias en las que ha vivido Eko hacen muy difícil discernir entre el bien y el mal, por lo inextricablemente mezclados que se hallan. Ya lo veíamos en nuestro comentario al episodio 2.10, en el que el propio Eko echa en cara a su hermano que en el mundo real el bien y el mal nunca están tan separados. El caso Emeka que se nos presenta en este episodio es especialmente oscuro. Este matón y sus hombres estaban extorsionando a la misión católica del pueblo, llevándose gran parte de las vacunas para el mercado negro. Pero la misma Amina, fiel devota de la iglesia y enfermera del precario centro médico de la misión, entiende que era un buen acuerdo, con el cual podían mantenerse en paz y retener algunas de las necesarias vacunas para su gente. Por supuesto que desde fuera el acuerdo parece un injustísimo chanchullo, lo que en principio suscita nuestra aprobación de que Eko, acostumbrado a no ceder ante nadie, plante cara ante Emeka. Pero para nuestra desilusión poco después descubrimos que el falso sacerdote había planeado obtener él mismo un beneficio de esas vacunas que quería alejar de las manos del matón. Este dato le hace culpable de querer aprovecharse de los pobres de la misión de Yemi, mientras que el sangriento ataque a Emeka y a los suyos (si bien impropio de un sacerdote, sobre todo en el interior de una iglesia) no deja de ser en legítima defensa (aunque a Emeka, una vez vencido, debería haberle perdonado la vida y enviado a prisión, si es que eso era factible en su pueblo). Tanto Amina como Daniel están enormemente escandalizados con la forma de actuar de este supuesto sacerdote, pues Eko ha actuado mirando por sus propios intereses y de una manera criminal. Será sin embargo el juicio de estas dos personas lo que más le duela, y probablemente sirva de semilla a su posterior conversión. No olvidará nunca sus palabras, el inocente “¿es usted un hombre malo?” del joven monaguillo y el “debe a Dios muchas vidas y a Yemi una iglesia” de la mujer que una vez creyó que él era tan buena persona como su hermano.
El mal anda siempre mezclado con el bien, tanto en el pueblo más pequeño de África como en la ciudad más industrializada de Occidente, pero esto no puede ser nunca excusa suficiente. Es necesario intentar una y otra vez discernir y buscar la opción mejor, aunque sólo sea la menos mala. Amina alaba la gestión de Yemi que tras mucho esfuerzo había logrado una especie de solución a la situación. Aparentemente inflexible en su moralidad, Yemi se esfuerza una y otra vez, de forma totalmente altruista por ayudar a todos, pero también sabe ceder si es necesario, soportar una cierta injusticia por defender un bien mayor. La situación a la que lleva este tipo de extorsiones es muy complicada, pero moralmente no le van a la zaga los intrincados tejemanejes de políticos, economistas y grandes multinacionales que defienden ciegamente sus propios intereses caiga quien caiga, o los de pequeños empresarios o trabajadores de nuestras ciudades que trampean aquí y allá en sus compromisos por obtener algún beneficio extra. La confusión extrema entre el bien y el mal ocurre por doquier, pero esa es realmente la batalla más importante a librar en nuestra realidad. Empeñarse en desenmascarar el mal y tener claras sus formas más ladinas de actuar es la tarea estratégica más necesaria en esta batalla milenaria de la humanidad. Todos tendremos que comprometer alguna vez nuestros principios ante una situación imposible, pero los verdaderos héroes de cada época y lugar, son los que no dejan de señalar cuál es el verdadero mal sin permitirle esconderse en un relativismo indiscernible.
- Nos hubiera gustado ver a Eko resolviendo con su fortaleza física y su total ausencia de miedo la injusta situación impuesta por Emeka en la pequeña misión nigeriana. Pero no ha sido así, los guionistas han optado por mostrarnos que Eko a estas alturas seguía siendo el delincuente en el que sus raptores le habían convertido. En este episodio aunque mueran algunos de los malos el verdadero mal no se ha desarraigado: la codicia de los señores de la guerra, de la que el mismo Eko es prisionero, seguirá extorsionando a los pobres, y la única victoria (aparte de la espectacular batalla contra Emeka en la iglesia, que queda totalmente desaprobada) será la de Eko sobre sí mismo a la que Amina contribuye invitándole a arrepentirse. Esta joven valiente junto con el padre Yemi son los verdaderos héroes de esta historia, y son ellos los que realmente consiguen, a largo plazo, salvar a nuestro protagonista y no viceversa.
Eko pertenece al grupo de los extorsionadores. En las malas compañías en las que se ha movido desde que le raptaron ha tenido que pagar un alto precio por vivir, por sobrevivir: la idea de que la vida del otro no vale absolutamente nada si se trata de salvar la mía, la total corrupción de la conciencia y de la capacidad de compasión. El amor de Eko por Yemi, y específicamente el de Yemi por Eko, permite que éste, llegado el momento, pueda invertir el proceso y volver a respetar y valorar las vidas ajenas, incluso las de personas que le atacan, pero parece que nunca pudo llegar a valorar la vida del pobre anciano al que sacrificó por su hermano y es la falta de arrepentimiento por este hecho la que, en la extraña isla a donde fue a parar, finalmente le costó la vida.
Hemos visto a Eko matar a multitud de personas: primero al hombre que disparó cuando sólo era un muchacho, iniciando así su carrera delictiva; después (como ejemplo de la persona en la que se había convertido) a los dos narcotraficantes a los que degolló de un sólo golpe de cuchillo (2.10); aún tras la muerte de su hermano Yemi –que parecía haber tenido un cierto valor redentor para él (véase mi comentario al episodio 2.10 en http://misteriosysorpresas.blog.com/796267/#cmts)– mata a Emeka y a uno de sus hombres (al otro le corta un brazo) y, finalmente, a los dos ‘otros’ que murieron a sus manos en la isla (2.7). Es mucha la sangre que pesa sobre su conciencia (pero no, Emeka, la vida de la señora a la que tan fríamente disparaste a la puerta de la iglesia no cae sobre la conciencia de Eko, sino sobre la tuya).
Paradójicamente este hombre, que ha demostrado tener tanta facilidad para matar, conoce también muy bien el proceso del arrepentimiento y de la penitencia, e incluso el sacramento cristiano de la confesión. Vemos en este episodio cómo de jovencito se niega –correctamente– a considerar pecado el hurto de unas galletas para aliviar el hambre de su hermano, aunque una monja muy estricta se empeña en obligarle a confesar. Le vemos mucho más tarde, en pleno auge de su vida como criminal, acudir a su hermano cura pidiendo la confesión, a lo que éste se niega, ya que sabe muy bien que Eko no está arrepentido de sus muchos delitos (2.10). Poco tiempo después, ejerciendo falsamente de sacerdote, se dedica a confesar a los demás, parece ser que en la forma más tradicional (2.21), aunque no por ello ha renunciado a actividades inmorales como la falsificación de documentos y la usurpación de la identidad sacerdotal. En la isla, finalmente, tras la abrumadora experiencia de sobrevivir a un espeluznante accidente de avión (2.7) y con el apoyo moral del mensaje ultraterreno que le había enviado su hermano por medio de la joven Charlotte Malkin (2.21), parece elegir un camino nuevo: se arrepiente verdaderamente de haber dado muerte (aunque en legítima defensa) a sus dos atacantes, por lo que se autoimpone la penitencia de 40 días de silencio (2.7) y más tarde pide perdón al prisionero ‘Henry Gale’, como posible representante de los ‘otros’ (2.15); defiende también la vida de Sawyer, cuando Ana ya la daba por perdida, no por el interés del propio herido sino por él mismo (2.8), como necesitando compensar las muchas muertes producidas salvando el mayor número de vidas. Su rechazo a la violencia queda especialmente patente cuando, poco después, al pedirle Jack en el búnker que le lleve donde está Ana-Lucía, se niega rotundamente a que éste acuda con armas (2.8).
Pero, es tras el descubrimiento en la isla de la avioneta que durante años había albergado el cadáver de su hermano (2.10) cuando Eko sufre la mayor transformación. Su arrepentimiento se retrotrae entonces claramente a aquel tiempo pasado en que sus actividades ilegales costaron la vida a su querido Yemi: le vemos llorar desconsoladamente abrazando al pobre sacerdote muerto y le oímos pedirle perdón repetidas veces. Con su oración y su proclamación ante Charlie de que es un verdadero sacerdote, al tiempo que se cuelga la cruz al cuello, Eko parece haber encontrado finalmente una cierta paz con Dios.
Dos situaciones van a darnos más luz al respecto: Amina había desaprobado firmemente la acción de Eko frente a Emeka, mientras sustituía a su hermano en la iglesia de su pueblo, diciéndole que debía muchas vidas a Dios y una iglesia a Yemi. A Eko parecen haberle marcado estas palabras, puesto que ahora en la isla se dedica a salvar vidas (2.5-2.8) y a construir una iglesia (2.12-21). Pero, por otro lado, tenemos su propia interpretación sobre el perdón de Dios en la historia que cuenta a Michael mientras le ayuda a limpiar la sangre de Libby en el búnker (2.22): Dice que en Inglaterra un muchacho le confesó un día que había matado a su perro a golpes después de que éste hubiera mordido a su hermana pequeña en la mejilla, para protegerla (aunque probablemente, debido a la brutalidad de su acción, también dejándose llevar de una enorme ira). El chaval tenía miedo de ir al infierno, por lo que Eko intentó tranquilizarle diciendo que Dios comprendía la situación y le perdonaría si estaba arrepentido, pero el muchacho no sentía tanta necesidad del perdón de Dios como pánico a tener que enfrentarse en el más allá ante el castigo postmortal que podría infligirle un can enfurecido.
Eko parece encontrarse por fin en paz con Dios, al que convencido de su bondad y protección reza a menudo “el Señor es mi pastor, nada me falta”, y también –o precisamente por eso– ha demostrado no tener miedo a nada ni a nadie (2.10). Pero en esta isla, que ni Dios sabe dónde está (según ‘Henry Gale’ en 2.18), rige un juez que no es comprensivo ni misericordioso, sino que, semejante al perro infernal que el niño inglés imaginaba, está dispuesto, cual monstruoso cancerbero, a castigar del modo más implacable y cruel a quienes considera culpables, a quienes no dan la talla para ser considerados ‘buenos’. En una extraña conspiración psicológica, el monstruo isleño parece haberse confabulado con un falso Yemi para pedir a Eko su confesión y el arrepentimiento de las cosas malas que ha hecho en su vida. Eko, aunque deseoso de poder hablar de nuevo con su hermano, se niega a este requerimiento suyo, probablemente porque ya cree haber pagado suficientemente sus culpas (añadiendo a sus anteriores esfuerzos su reciente sacrificio en el búnker poniendo en grave peligro su vida para salvar la de todos, 2.24); pero también porque desea un cierto reconocimiento de lo difícil que ha sido para él sobrevivir, de que ante las excruciantes pruebas a las que ha sido sometido, de dificilísimo discernimiento moral, ha hecho lo que mejor ha podido.
Eko nunca estará dispuesto a aceptar que al disparar a aquella su primera víctima no estaba siendo él la verdadera y voluntaria víctima inocente, en sacrificio terrible por el amor de su hermano. Ha sido su enorme cariño por Yemi el que ha orientado las grandes decisiones de su vida, y en lo más profundo de su interior siente que aquello no pudo ser un pecado. ¿Es él un hombre malo? ¿Cómo puede serlo si aquella vez actuó por amor y tantas otras veces por sobrevivir en un entorno mafioso o por mantener su dignidad ante los que querían pisotearla? Nuestro amigo Eko ha hecho penitencia, ha pedido perdón y ha intentado compensar sus errores, pero aquél primer crimen nunca ha sido para él un error, al igual que nunca creyó que lo fuera el hurto de un par de galletas porque su hermano no sufriera más hambre, y al igual que todos podemos entender al niño que, por amor a su hermana, mató enfurecido a golpes al peligroso perro. Cada una de las muertes que infligió Eko a los matones y narcotraficantes de su pueblo ¿no podía considerarse obra de la furia vengadora del Eko adolescente que, a pesar de haberse convertido él en matón y narcotraficante a su vez, aún se rebelaba furioso frente a un sistema dispuesto a arrancarle la inocencia a niños como su hermano pequeño?
Eko está enfermo y cansado, le rondan visiones amenazantes de sus víctimas, y, quizás bajo el efecto de la fiebre, pero también por la implacable insistencia de la siempre acechante y falsa imagen de su hermano, se siente forzado a arrodillarse y confesar sus pecados. Los muertos parece que van a seguir siempre clamando a su conciencia, como una terrible pesadilla que nunca termina, y de pronto nuestro protagonista se rebela. No va a pedir perdón nunca más, se le dio una vida en condiciones muy difíciles e hizo con ella lo que pudo, por lo tanto, lo hecho hecho está. La respuesta del justiciero monstruo no se hace esperar, tras la inesperada y fría respuesta de Yemi, una ingente masa de inquietante humo negro se encarga de moler a golpes, contra los árboles y el suelo, al insolente nigeriano. Éste, como devoto cristiano, ha rezado su oración preferida encomendándose al Señor antes de ser sometido a semejante suplicio, y, aunque siendo un personaje de ficción es irrelevante plantearse si Dios va a acogerle amoroso en sus brazos, lo que sí nos indica el episodio es que Eko de alguna forma tras su muerte vuelve a unirse con su hermano, y no en la forma de dos personas destrozadas por sus respectivos desdichados destinos, sino recuperando la hermosa inocencia y el entrañable afecto que vivieron cuando niños y, que a pesar de los opuestos caminos que tomaron –tan dolorosamente enfrentados–, siempre estuvo vivo en ellos hasta límites heroicamente suprahumanos.
La historia de Eko es tan impresionante que deja en un plano muy secundario las preocupaciones y exploraciones de Locke y Sayid, los intentos de Desmond de encajar en este nuevo grupo, los enojosos dimes y diretes de Nikki y Paulo, y las breves peripecias de Charlie y Hurley durante este episodio. Sin embargo cada una de las apariciones de los misteriosos ‘otros’ habitantes de la isla no deja de suscitar un enorme interés, ya sea la breve aparición en una pantalla de un rostro desconocido con un parche en un ojo, o el enrevesadísimo enfrentamiento de Jack con el maestro manipulador que es Ben y con la intrigante Juliet.
Ben había forjado un intricado plan para inculcar a Jack que ‘quisiera’ operarle el tumor de su columna vertebral sin casi tener que pedírselo. Extraña manera de abordar la ayuda médica de un especialista cuando se padece una enfermedad terminal terriblemente agresiva. Su plan se ve, sin embargo, frustrado por culpa –¿voluntaria o involuntaria?– de Juliet, que dejó al alcance del doctor unas reveladoras radiografías. Jack descubre por sí mismo el resto del enigma (y eso que dice que no le van los misterios) y no duda en hurgar en la herida de su hasta entonces inescrutable carcelero. Como no es posible descifrar a Ben no parece factible adivinar si es mínimamente sincero su alegato de que Dios debe existir, puesto que le envió desde el cielo el especialista cirujano que justo necesitaba sólo un par de días después de conocer su diagnóstico. Si este hombre, como es de suponer, está asustado por la enfermedad que padece, le repulsa sobre todo tener que someterse al poder de un extraño, tener que perder el omnímodo control que le gusta ejercer sobre todos los que le rodean, aunque sólo sea unas horas, para yacer bajo el bisturí de alguien que no acepta su autoridad. Por esa razón probablemente ha ideado su enrevesado plan, tratando de dejar bien atados todos los cabos que le aseguren la paradoja de mantenerse en el poder aún mientras esté indefenso, demostrándonos hasta qué punto Ben Linus es incapaz de confiar en un semejante sin toda la estructura manipuladora a la que está acostumbrado. Jack no tenía por qué convertirse en su enemigo, Ben podría haber optado por acudir a él como cualquier paciente, confiando meramente en su buena voluntad y en su juramento hipocrático. Pero sea por la enmarañada psique de Ben, o por una hipotética situación de los ‘otros’ en la isla que haga necesaria semejante artimaña, el ex-prisionero del búnler, aún mortalmente enfermo, ha ideado todo tipo de engaños y sufrido todo tipo de penalidades, antes de confesar finalmente a su médico el mal que padece, y aún esto forzado por las circunstancias.
No es de extrañar que semejante comportamiento haya despertado susceptibilidades incluso entre algunas personas de su propio bando. Pero es Juliet la que, a pesar de que sus diferencias con Ben nos habían sido bastante claramente anunciadas, consigue sorprendernos de nuevo con un ejercicio impecable de comunicación cruzada, en el que hace llegar a su prisionero al mismo tiempo una sentida petición a favor de que salve la vida a su venerado líder y la totalmente contraria invitación a asesinarle impunemente mientras le opera. La perplejidad en que dicha escena sume a Jack es fácilmente comprensible.
Parémonos un momento a intentar entender lo que está viviendo nuestro sufrido doctor: él sabe operar tumores en la columna y se siente obligado a hacerlo para cualquier ser humano que lo necesite, pero he aquí que la persona afectada por el tumor le tiene preso sometiéndole a un extraño juego psicológico. Por otro lado la persona con la que más directamente trata en su celda, le dice al mismo tiempo que el enfermo es un gran hombre que merece vivir y que es un terrible mentiroso al que debe matar. Jack realmente es libre ante esta opción, nadie puede verdaderamente obligarle a operar. Aunque le den todo el material y pongan a Ben en la camilla ante él, el cirujano puede optar por operar buscando la salud del paciente, o sin que nadie se entere, hacer algo que le mate, sobre todo si la única persona aparte de él que tiene formación médica en la pequeña isla en la que se encuentran aboga convencida por esta solución alternativa. La disyuntiva que se le presenta es radical: salvar o matar al líder de los “otros”, considerando que por una parte es un médico muy comprometido con su profesión y por otra es prisionero de esta gente y responsable de todo un grupo de personas amenazadas por la animadversión de estos extraños vecinos. Este dilema de Jack junto con el escalofriante aviso del moribundo Eko (“vosotros sois los siguientes”) dejan en ascuas al espectador a la espera del siguiente capítulo de “Perdidos”.
Pistas para adentrarnos en los entresijos de estos temas:
- Las circunstancias en las que ha vivido Eko hacen muy difícil discernir entre el bien y el mal, por lo inextricablemente mezclados que se hallan. Ya lo veíamos en nuestro comentario al episodio 2.10, en el que el propio Eko echa en cara a su hermano que en el mundo real el bien y el mal nunca están tan separados. El caso Emeka que se nos presenta en este episodio es especialmente oscuro. Este matón y sus hombres estaban extorsionando a la misión católica del pueblo, llevándose gran parte de las vacunas para el mercado negro. Pero la misma Amina, fiel devota de la iglesia y enfermera del precario centro médico de la misión, entiende que era un buen acuerdo, con el cual podían mantenerse en paz y retener algunas de las necesarias vacunas para su gente. Por supuesto que desde fuera el acuerdo parece un injustísimo chanchullo, lo que en principio suscita nuestra aprobación de que Eko, acostumbrado a no ceder ante nadie, plante cara ante Emeka. Pero para nuestra desilusión poco después descubrimos que el falso sacerdote había planeado obtener él mismo un beneficio de esas vacunas que quería alejar de las manos del matón. Este dato le hace culpable de querer aprovecharse de los pobres de la misión de Yemi, mientras que el sangriento ataque a Emeka y a los suyos (si bien impropio de un sacerdote, sobre todo en el interior de una iglesia) no deja de ser en legítima defensa (aunque a Emeka, una vez vencido, debería haberle perdonado la vida y enviado a prisión, si es que eso era factible en su pueblo). Tanto Amina como Daniel están enormemente escandalizados con la forma de actuar de este supuesto sacerdote, pues Eko ha actuado mirando por sus propios intereses y de una manera criminal. Será sin embargo el juicio de estas dos personas lo que más le duela, y probablemente sirva de semilla a su posterior conversión. No olvidará nunca sus palabras, el inocente “¿es usted un hombre malo?” del joven monaguillo y el “debe a Dios muchas vidas y a Yemi una iglesia” de la mujer que una vez creyó que él era tan buena persona como su hermano.
El mal anda siempre mezclado con el bien, tanto en el pueblo más pequeño de África como en la ciudad más industrializada de Occidente, pero esto no puede ser nunca excusa suficiente. Es necesario intentar una y otra vez discernir y buscar la opción mejor, aunque sólo sea la menos mala. Amina alaba la gestión de Yemi que tras mucho esfuerzo había logrado una especie de solución a la situación. Aparentemente inflexible en su moralidad, Yemi se esfuerza una y otra vez, de forma totalmente altruista por ayudar a todos, pero también sabe ceder si es necesario, soportar una cierta injusticia por defender un bien mayor. La situación a la que lleva este tipo de extorsiones es muy complicada, pero moralmente no le van a la zaga los intrincados tejemanejes de políticos, economistas y grandes multinacionales que defienden ciegamente sus propios intereses caiga quien caiga, o los de pequeños empresarios o trabajadores de nuestras ciudades que trampean aquí y allá en sus compromisos por obtener algún beneficio extra. La confusión extrema entre el bien y el mal ocurre por doquier, pero esa es realmente la batalla más importante a librar en nuestra realidad. Empeñarse en desenmascarar el mal y tener claras sus formas más ladinas de actuar es la tarea estratégica más necesaria en esta batalla milenaria de la humanidad. Todos tendremos que comprometer alguna vez nuestros principios ante una situación imposible, pero los verdaderos héroes de cada época y lugar, son los que no dejan de señalar cuál es el verdadero mal sin permitirle esconderse en un relativismo indiscernible.
- Nos hubiera gustado ver a Eko resolviendo con su fortaleza física y su total ausencia de miedo la injusta situación impuesta por Emeka en la pequeña misión nigeriana. Pero no ha sido así, los guionistas han optado por mostrarnos que Eko a estas alturas seguía siendo el delincuente en el que sus raptores le habían convertido. En este episodio aunque mueran algunos de los malos el verdadero mal no se ha desarraigado: la codicia de los señores de la guerra, de la que el mismo Eko es prisionero, seguirá extorsionando a los pobres, y la única victoria (aparte de la espectacular batalla contra Emeka en la iglesia, que queda totalmente desaprobada) será la de Eko sobre sí mismo a la que Amina contribuye invitándole a arrepentirse. Esta joven valiente junto con el padre Yemi son los verdaderos héroes de esta historia, y son ellos los que realmente consiguen, a largo plazo, salvar a nuestro protagonista y no viceversa.
Eko pertenece al grupo de los extorsionadores. En las malas compañías en las que se ha movido desde que le raptaron ha tenido que pagar un alto precio por vivir, por sobrevivir: la idea de que la vida del otro no vale absolutamente nada si se trata de salvar la mía, la total corrupción de la conciencia y de la capacidad de compasión. El amor de Eko por Yemi, y específicamente el de Yemi por Eko, permite que éste, llegado el momento, pueda invertir el proceso y volver a respetar y valorar las vidas ajenas, incluso las de personas que le atacan, pero parece que nunca pudo llegar a valorar la vida del pobre anciano al que sacrificó por su hermano y es la falta de arrepentimiento por este hecho la que, en la extraña isla a donde fue a parar, finalmente le costó la vida.
Amparo
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